martes, 12 de julio de 2016

Capítulo I



APRENDIENDO A VOLAR

Dejadme recordar...
  La cosa empezó así: cuando tenía catorce años, después de terminar la escuela tenía que pasar al instituto si quería continuar estudiando. Como entonces esta formación no era gratuita y mi hermana estaba cursando el primer año de bachillerato, el presupuesto familiar quedaba agotado y, por tanto, tuve que abandonar mis estudios irremediablemente.

  Empecé a trabajar en la carpintería de mi tío Pepe Alba, un par de meses, sin sueldo,   aunque me daba un duro de vez en cuando. Luego estuve trabajando un año y medio, en una gestoría ocupándome de cobrar las facturas. Yo estaba muy contento porque tenía quince años y me proporcionaron una bicicleta para trabajar; ¡me sentía el rey del mundo sobre ruedas!
  Más tarde, en el garaje Escaño, me ofrecieron sustituir al aprendiz que se había partido un brazo. Allí me enseñaron el oficio de chapista que determinó mi futuro y que además, me gustó mucho, al ser un trabajo manual, asunto que siempre me ha atraído. No obstante, mi madre decía que con lo que ganaba, veinticinco pesetas a la semana, no tenía ni para lavarme el mono de currar.

  En el garaje Escaño, estuve aproximadamente un año y medio, hasta que mi padre en el diario El Telegrama del Rif leyó un anuncio solicitando chavales para la Escuela de Aprendices de Aviación.       Como la oferta nos pareció interesante con respecto a lo que me ofrecía mi ciudad, rellenamos la instancia.

  Así que con dieciséis años y una maletita tomé un barco hasta Málaga y luego un tren para Sevilla que era donde se hacía el examen de ingreso.
  Unos dos meses más tarde, me avisaron de que había aprobado y tenía que instalarme en Sevilla.  
  El día de mi partida, que fue de noche y en barco, vino mi familia a despedirme, salvo mi padre, que era operador del cine Monumental y estaba trabajando.  No obstante, antes de irme, me dio un gran consejo que nunca olvidé: "nunca le hagas la pelota a nadie". 
  Así que me embarqué siendo aún un niño, rumbo a una nueva vida lejos de mi familia, mientras pensaba, emulando una coplilla de Juanito Valderrama: “adiós Melilla querida".



  En el año 1953, con diecisiete años, ingresé en la Décima promoción de la Escuela de Aprendices de Aviación de Sevilla. Allí, tuve unos profesores deliciosos, extraordinarios.

  Mi especialidad era la de chapista de aviación. Teníamos clases teóricas y prácticas en el taller. Nos enseñaron a trabajar todo tipo de carrocerías de avión, siendo el aluminio el material que más usábamos.
De una chapa plana, éramos capaces de hacer a martillazos una botella sin cortes, ¡toda una proeza!

 
Con diecisiete años
Hacíamos vida de cuartel y nos vestíamos al estilo militar con boina incluida, a pesar de que no habíamos jurado bandera, cosa que hice después hasta tres veces y no por ser el más patriota, sino por la consabida juerga posterior.

   Cuando llegué, me apodaron inmediatamente "el moro", algo bastante previsible viniendo de Melilla. Allí tuve que presenciar tremendas novatadas: te cogían entre varios, te sacaban la picha y te la golpeaban a base de alpargatas…        Yo siempre hice amigos hasta en el infierno y me libré de esos malos tragos; pero muchos no pudieron soportar la situación y llorando, como niños que eran, regresaron al nido familiar.

  En Sevilla sólo estuvimos unos tres meses, de ahí pasamos a Logroño, más exactamente al cuartel de Agoncillo, un pueblecito cercano. Allí, un muchacho bastante mayor que yo estuvo acosándome durante más de un mes, pidiéndome el dinero que yo no tenía, comida, etc... El abuso al que me estaba sometiendo  se lo conté a algunos amigos  y entre todos acordamos darle a dicho sujeto una buena tunda. Yo peleaba al estilo “moro”, a base de cabezazos y llegué a dejarle inconsciente y rumbo a la enfermería. Esto me dejó muy mal sabor de boca y decidí no volver a emplear la violencia nunca más, pero también he de decir que jamás volvió a molestarme.

  En Agoncillo, con la energía de nuestros pocos años, yo tenía diecinueve, no eran raras las batallas nocturnas de almohadas y otras correrías similares. 
  Cuando esto sucedía, el teniente de la academia, al que llamábamos "el Richard Widmark de bolsillo", pues era igualito que el famoso actor americano pero en pequeñito, nos castigaba sacándonos al patio de madrugada.
A medio vestir y con el fresquito riojano, nos hacía ponernos "!en pie!, !firmes!,!en pie!, !firmes! ..."         Uno de mis compañeros estaba muy entrenado en simular desmayos. Entonces, tras el desfallecimiento de rigor, el teniente cabreadizo, nos mandaba de vuelta a dormir.

  Otro de los entretenimientos de moda era fumar. Como no nos llegaba el presupuesto compartíamos un cigarro de pésima calidad entre tres o cuatro. También ejercíamos de colilleros, o sea de recolectores de colillas que encontrábamos por ejemplo en la Torre de Mando, donde iban los militares de alto rango. Las lavábamos y ¡a chupar!



  En Agoncillo, coincidimos muchachos de distintos puntos de España. Los andaluces, que teníamos hambre atrasada, llevábamos tiempo observando que los de León se iban por las noches a robar manzanas con una maleta. En estas que nosotros, sin mayor problema, nos dedicábamos a robarles a los leoneses lo que a su vez ellos habían hurtado. Cuando se daban cuenta, los insultos y los improperios eran de órdago, pero nunca supieron quiénes habían sido.
  El asunto del pillaje no se quedaba ahí, también poníamos en práctica algo que ya habíamos hecho cuando estuvimos en Sevilla: cada aprendiz  teníamos asignada una taquilla metálica, con candado, donde los chicos de familias acomodadas guardaban, entre otras cosas, los paquetes de comida que les mandaban desde sus casas. Para unas ratas de taller como nosotros abrir una taquilla no tenía mayor secreto. Lo hacíamos así: dos o tres se quedaban vigilando, mientras otro arramplaba con su contenido. A veces había delicias como leche merengada, choricitos... Esto último éramos nosotros, pero no nos faltaba educación y a veces dejábamos una notita para nuestro proveedor dándole las gracias por su regalo.



  Con tres o cuatro compañeros de la Academia de Aprendices forjé una gran amistad, hasta tal punto que si uno de nosotros recibía un giro de la familia, lo repartíamos entre todos. Se llamaban José Braojos, granadino de cara muy dura, Carlos Díaz, el sevillano, José Jiménez “el Porta”, Juan Chincoa y Miguel Martín Martín, alías “el Polla”, que era un gañán de cuidado que propinaba a las muchachas unos piropos bestiales.
  Cuando podíamos salir de paseo porque había algo de dinero, nos íbamos al centro de Logroño, a un barecito que servían chiquitos de vino tinto, que también lo ofrecían en porrones de cristal.  
  Entonces mi amigo el sevillano se ponía a cantar flamenco la mar de bien y yo le acompañaba tocando palmas y aunque no tenía ni idea, aparentaba lo contrario. De hecho, un día nos cerraron el bar para continuar la fiesta de modo privado y con gitanos incluidos.
  Una de esas noches de juerga, descubrimos un nido de urracas y empezamos a barajar la posibilidad de comernos alguna. En esas estábamos cuando aparece una anciana campesina a la que pregunté si el pajarito en cuestión era comestible. Esta fue su respuesta: "¡niño, bicho que vuela a la cazuela!"  Así que en el cuartel, después de limpiarlos, con una pizca de aceite y fuego, nos comimos los pajaritos y nos gustó un poquito y todo.




  En Agoncillo estuvimos hasta terminar los cuatro semestres, después de los cuales, te destinaban a trabajar en talleres de fabricación de aviones. Esto último me tocó hacerlo en   Armilla, Granada, y también a Miguel Martín, “El Polla” y a José Braojos. Aquí la formación era de tres años: el primer año ejercías de soldado obrero, el segundo, de soldado de primera y por último pasabas a ser cabo para licenciarte de chapista soldador. .
  Como ya éramos  obreros, teníamos un sueldecito, aunque exiguo, así que de vez en cuando, nos íbamos de juerga. En aquella época, de puro aburrimiento, pues sólo trabajábamos por las mañanas y poco, el Polla y yo urdimos un plan de lo más peliculero, pedir destino para Santa Isabel en Guinea Ecuatorial, y una vez allí desertar para irnos a las minas de diamante de Sudáfrica. Menos mal que desde Gobernación nos escribieron diciéndonos que no estaba permitido que los soldados obreros pudiesen pedir destino. Y es que yo en aquellos años era básicamente un inconsciente, ¡no tenía miedo a nada!, y un optimista radical, ajeno al desánimo.



  Durante mi estancia en Granada, tuve la oportunidad de sacarme el carnet de conducir con José Braojos. Para ello, nos tuvimos que ir a Sevilla, donde nos teníamos que examinar con unos camiones rusos que parecían tanques y a los que había que hacerle un doble embrague para meterle la velocidad. A pesar de todo, conseguimos aprender a conducirlos de maravilla. Pero entonces alguien nos dijo: “como aprobéis el examen os van a mandar a una torre de vigilancia donde os podéis morir de asco; no vais a ver pasar ni una mosca”.
  El profesor de autoescuela, un sargento muy bruto, cuya frase favorita era “más educación, carajo”, cuando vio nuestra actitud de no querer aprobar, nos llamó sinvergüenzas y unas cuantas cosas más.



 En una de mis pequeñas vacaciones en Melilla, estábamos mi padre y yo mirando por la ventana de nuestra casa, cuando pasó por allí una muchacha lozana y pecosa que me gustó mucho.
La pecosita y yo


  Se lo hice saber a mi padre que me retó de este modo: " a esta flor no eres capaz de pescarla". Y vaya si se equivocó: nos hicimos novios de inmediato y nada más y nada menos que cuatro años duró nuestro amor.

miércoles, 22 de junio de 2016

Capítulo II

 VOLANDO VOY.....


Retomando la vida militar, allí  en Armilla, salió una convocatoria para ingresar en la Escuela de Pilotos, que era un tema que yo ni siquiera me había planteado porque lo veía como algo fuera de mi alcance, sobre todo por mis problemas con la vista (yo siempre he sido un miope discreto).
  Pero resultó que mi amigo José Braojos hizo todo lo posible por convencerme, más que nada porque nos pagaban el viaje a Madrid, que es dónde se hacían las pruebas, y así también, descansábamos durante unos días de la rutina de los talleres. Por todo esto lo hicimos, no porque pensáramos que teníamos alguna oportunidad de aprobar, aunque a ambos nos gustaba muchísimo la idea de convertirnos en pilotos.
  Total, que nos fuimos a hacer el examen, que consistía en varias pruebas. Como yo estaba tranquilísimo, pensando siempre que no iba a aprobar, todas me salieron de maravilla incluido el examen teórico en el que me pasaron una chuleta que no copié al pie de la letra, para que no se dieran cuenta del fraude. ¡Increíble!, ¡tanto Braojos como yo aprobamos!
  
  Pero aún faltaba lo peor: las pruebas físicas o de salud en las que era fundamental, lógicamente, tener una vista perfecta. Llegados a este punto, yo, con mi miopía sin corregir, daba por terminado este capítulo de mi vida. 
  En estas, me encuentro a un muchacho que conocía de Armilla, que había suspendido el examen para ser piloto, y que estaba en Madrid terminando su mili. Le comento mi problema justo antes de entrar a la prueba visual, mientras le pido que "me preste" sus ojos para la dichosa prueba. Como en la ficha que me habían preparado para presentarme no había foto, sólo mis datos, era posible el engaño. Y como entonces los amigos eran de verdad, él ni corto ni perezoso me dijo que si, que lo hacía, sin problema. 
   El éxito fue total, pues tenía la vista perfecta y yo, como estaba acostumbrado a mi pequeña miopía, no pensaba que pilotar fuera demasiado peligroso para mí. Pero ya he contado cómo era yo entonces: ¡un inconsciente! 




Mi profesor de aviación fue el capitán Palomares, que era el mejor profesor de la escuela, el más valiente y también, claro está, el más rígido. Era clavadito al actor mejicano Pedro Armendáriz, con su gran mostacho y muy oscuro de piel, tanto es así que le apodaban el gitano.   
Echaba unas broncas increíbles, pero yo ni me inmutaba, cosa que lo dejaba bastante perplejo.
  Cada profesor tenía sólo tres o cuatro alumnos y las clases duraban tres meses.

  La avioneta biplano de escuela elemental con la que nos iniciábamos era la preciosa Bücker BU-131-Jungmann. Tenía dos cabinas abiertas, por lo que tenías que ir bien protegido con gafas y cazadora.
  Primero volabas con doble mando en compañía del profesor, hasta que éste te daba la "suelta", o sea que podías volar solo. El que pilotaba iba en la parte de atrás y el profesor o acompañante en el asiento delantero. Casi ninguno de mis amigos, ni siquiera José Braojos, logró sacarse el título de piloto porque sus profesores, mucho más pusilánimes que el mío, no les dieron permiso para pilotar solos.
El biplano Bücker
Sin embargo, mi profesor, el capitán Palomares nos dio la "suelta" a los tres que fuimos sus alumnos, aunque uno no superó el examen. 
  La experiencia de volar en solitario es indescriptible por su intensidad. Si llegabas a conseguirlo, tus compañeros al bajar del avión te "bautizaban", tirándote a la piscina del cuartel con el traje de vuelo. Nunca me supo mejor un chapuzón.
  El viaje más largo que hice fue de Granada a Málaga, aunque en esta ocasión acompañado,  llegando a volar en solitario doce horas y dieciocho minutos
  ´
 Una vez conseguido el título de piloto elemental marché para la escuela de Matacán en Salamanca, donde ampliamos nuestra instrucción y se supone que teníamos que llegar a pilotar El North American T-6 Texan,  uno de los famosos pájaros' históricos de la Segunda Guerra Mundial. 
Estudiamos toda la teoría que necesitábamos dominar para pilotar estos nuevos aviones: morse, radio control, meteorología... ¡Pero yo me cansé pronto de vender paraguas! y en las clases me entretenía escribiendo  cartas y poesías a mi novia la Pecosilla, despotricando de los jefes, haciendo dibujitos y envidiando la libertad de los pájaros....
El caza que no llegué a pilotar


  Después de tanta teórica aburrida, estábamos deseando volar y cuando por fin parecía que iba a llegar el día, se presenta una promoción de la Academia General del Aire que tenía prioridad sobre nosotros y tuvimos que esperar dos o tres días para que ellos terminaran su preparación antes de empezar nosotros la nuestra.
  De nuevo, cuando iba a llegar el gran día, se pospone el asunto ante la visita de viejas glorias del ejército que iban a realizar una serie de exhibiciones. 

  
Por una cosa o por otra, ya llevábamos un año sin volar y estábamos más que aburridos. Lo único bueno es que cobrábamos nuestra plaza en vuelo y podíamos irnos de juerga de vez en cuando, aunque la mayoría de mis compañeros de Salamanca eran ovejas negras de familias bien, deshechos de universidades que no tenían problemas económicos  pero que siempre me buscaban a la hora de la fiesta. También nos montábamos nuestras juergas de noche, en los baños, jugando al póker, fumando y bebiendo vino malo. 

  Así que cuando llegó la hora de las pruebas teóricas, el examen lo dejé en blanco, pues ya me quería ir, estaba más que harto. Además, yo tenía siempre en mi conciencia la trampa que había urdido con lo de mi vista y estaba claro que cuando me la revisaran de nuevo, esta vez no tendría tanta suerte. 
  Tras mi buscado suspenso, me hicieron la faena de mandarme a Zaragoza, donde tuve que esperar un mes para poder licenciarme. Con mi cartilla de licenciado, en el año de 1959 y mis veintitrés años, me fui directamente a Madrid. Me podía haber quedado a trabajar, muy poco o nada en los talleres, chupando del bote, como hicieron otros compañeros. Pero yo estaba de la vida militar, como cantaba Georges Brassens, hasta el mismo gorro.
"
Cuando la fiesta nacional
yo me quedo en la cama igual,
que la música militar
nunca me supo levantar...
















martes, 10 de mayo de 2016

Capítulo III

DE MADRID A LA EMIGRACIÓN
Cuando me licencié como Cabo con la especialidad de chapista soldador, me fui directamente a Madrid donde viví casi un año. Me instalé en una pensión en la que tenía que compartir habitación y me dediqué a buscar trabajo en los periódicos. Después de varios intentos fallidos, encontré colocación como chapista en un taller mecánico llamado Hermanos Mateos. Aunque el trabajo no estaba mal, al tener que pagarme el alojamiento - aunque entonces pagaba un poco menos que en la pensión, pues un amigo me alquiló una habitación en la casa de sus padres- no alcanzaba para gran cosa y además yo ya estaba pensando en casarme con mi pecosita...En este taller conocí a Enrique, mecánico de automóviles, y a Pepe, tornero, que también soñaban con un futuro mejor, aun viviendo en Madrid con sus familias.
  Como anécdota comentaré que en esta época se puso de moda la bebida llamada cuba-libre, directamente importada de la cuba castrista. Menudos pedos cogimos, ¡todavía me acuerdo!  


  Una noche, después de ver en el cine como Christopher Lee chupaba sangre a diestro y siniestro, decidimos coger carretera y manta y emigrar para Francia, sin pensar en las consecuencias y chapurreando el francés del colegio; ¡bendita juventud!

  Hoy por hoy, soy consciente de que nuestro gran error al marchar fue hacerlo con pasaporte de turista y sin permiso de trabajo, pues aunque de nuestros respectivos oficios había muchísima demanda en aquella época, sin los dichosos papeles no había nada que hacer.
  
  El día de nuestra partida fue el dos de mayo de 1960. Esa mañana cogimos desde Madrid el tren rápido para Barcelona a donde llegamos casi veinticinco horas después, así que imagínense la rapidez... Sin haber pegado ojo, nos dimos una vuelta por el paseo marítimo y cerca de allí vimos la famosa estatua de Colón adornada con banderitas. 
  Desde Barcelona volvimos a tomar un tren rumbo a Sète, Francia, cerca de Montpellier, donde descansamos en un hotelito, pues no podíamos con nuestra alma. Allí teníamos previsto entrevistarnos con el cónsul que era cuñado de un amigo de Madrid. Pero no conseguimos ninguna ayuda y así, bastante desanimados, decidimos partir hacia Marsella después de bañarnos en la playa, donde nos hinchamos de comer mejillones crudos.       Como el presupuesto era más que escaso, decidimos que Enrique y Pepe se desplazaran en tren para Marsella y yo, que era el más lanzado, intentaría hacer autoestop. Tuve que caminar veinte kilómetros hasta que alguien de dignó a recogerme. Me dejaron en Montpellier desde tomé un tren para Marsella, pues conseguí que me lo compraran unos españoles a cambio de algo de comida. 
  Era tal el cansancio, que me quedé profundamente dormido y me tuvieron que despertar para que me aperara en mi destino. 
  En la estación me estaban esperando mis amigos que habían conocido a Juanillo, un español que trabajaba en el campo de Berre-I'Etan donde decía que sería fácil para nosotros encontrar trabajo. Al final sólo conseguimos tomar una sopa de fideos a cambio de sembrar unos melones. Después de tres días de viaje, era la primera vez que comíamos caliente, así que la sopa nos supo a gloria y además los patronos eran muy buena gente e incluso nos dejaron dormir en su pajar dónde pasamos muchísimo frío. 
  Al día siguiente retomamos la búsqueda de empleo sin resultado alguno al no tener tarjeta de trabajo. Nos fuimos a la playa y volvimos a comer mejillones, ¡casi dos kilos por cabeza! Decidimos volver a Marsella a pie, pero la patrona de Juanillo cuando se enteró nos dijo que era una locura y nos convenció para desistir preparándonos unos buenos platos de pasta. ¡No recuerdo haber comido más en mi vida! y es que el hambre era mucha.  Esa noche volvimos a dormir en el pajar. 
  El día después, otra vez lo mismo: buscar trabajo sin éxito, pasar hambre y tener paja como lecho. 
  A la mañana siguiente, el patrón se brindó a llevarnos en su coche a casa de unos amigos que podrían emplearnos. Pero sucedió lo de siempre,  no pudo ser sin la maldita carta de trabajo. De vuelta, y a cambio de lavarle los dos coches, el patrón nos dio dos latas de anchoas, tres litros de vino y permiso para comer las cebollas que quisiéramos. Tengo que decir que el garaje estaba lleno de botellas de champagne y que una de ellas “se perdió”: nos la bebimos Pepe y yo en la orilla de un riachuelo donde por la mañana nos habíamos lavado la ropa.
  El día  nueve de mayo, cuando ya llevábamos una semana de emigración, decidimos partir por fin, esta vez para Dique, donde vivía el señor Picó, que al parecer, nos podría ayudar. Nos fuimos cargados de pan duro del que le daban a los cerdos y de cebollas, pero las maletas las dejamos al cuidado de los patronos. 
  Para ahorrarnos cuatrocientos francos anduvimos treinta kilómetros desde Berre hasta Aix-en-Provence. Salimos a las seis de la mañana y llegamos a las cuatro de la tarde. Hambrientos y reventados, sólo comimos pan mojado en agua y cebollas. Después nos dirigimos a la estación para comprar los billetes, aunque tuvimos que esperar tres horas a que saliera el primer tren hacia Dique. 
  Cuando llegamos estábamos en un estado tan lamentable, que un taxista se apiadó de nosotros y nos llevó al centro gratis, donde descansamos al lado de una fuente y después en un río cercano donde hicimos una fogata. 
  Por la mañana, después de asearnos, fuimos a ver al señor Picó que era el objetivo de nuestro viaje. Desgraciadamente, a estas alturas, ya no nos sorprendió que no admitiese a nadie sin los dichosos papeles. No obstante, al explicarle nuestra situación, el buen hombre nos obsequió con dos mil francos para que pudiéramos comer. 
  Descontando lo anterior, ese fue otro día igual: sin parar de andar de un lado a otro. A las seis de la tarde estábamos tan agotados que pensamos pedirle ayuda al párroco de Dique, dándose la casualidad que le preguntamos por él a un miembro de la policía secreta. ¡Menos mal que teníamos el dinero que nos acababan de dar! Pues en Francia sin papeles ni dinero en el bolsillo, tu situación era más que cruda. Decidimos seguir el consejo del policía y buscar trabajo en el Norte de Francia.



   Esa noche dormimos, otra vez, en un pajar que encontramos por el camino. Al despertar, comimos un poco de pan duro y nos pusimos a hacer autoestop. Tuvimos suerte y conseguimos ahorrarnos setenta y cinco kilómetros, hasta llegar a Eyguians. Ya por la tarde, al comprender que todo era un auténtico desastre, y que el hambre era espantosa, decidí poner un cable a mi tío Juan, el “tío rico” de Madrid, pidiéndole ayuda. Mientras tanto, decidimos quedarnos allí hasta que llegase el dinero y buscar un “hotelito” que en esta ocasión resultó ser de lo más económico: una cabaña deshabitada, justo al lado de un riachuelo.

De camino a nuestro hogar temporal pude comprobar lo cierto del refrán: “la cara es el espejo del alma”, pues una señora al apreciar nuestro penoso estado nos regaló tres huevos. Ante su generoso gesto no pude sino hacerle la reverencia más sincera de mi vida.
  Al amanecer, ya circulaba por la cabaña la dichosa frasecita “tengo hambre”. Como todavía quedaba un poco de dinero decidí comprar además de pan, un par de anzuelos para intentar pescar algo en el rio. Ese día no hubo suerte y lo que es peor: fui dos veces a correos y ¡nada!
   El día después, otra vez lo mismo: ni pesca ni dinero y sólo teníamos para comprar pan un día. Ante esta situación no me iba a quedar de brazos cruzados, así que a la mañana siguiente decidí cambiar de táctica para pescar y, basándome en la que usaban en la película Hace un millón de años, sacamos punta a una buena vara para poder insertarla en los peces, al estilo salvaje. Y…, por fin, la cosa resultó. Nos hicimos con un pez de casi medio Kilo que nos comimos prácticamente crudo del hambre que teníamos. Desgraciadamente, tuvimos que abandonar la pesca, pues un señor que nos vio nos dijo que la veda estaba cerrada y que si nos pillaba la policía, nos iba a costar caro.  

  Lo peor vino al día siguiente: ni pan, ni dinero, sólo un hambre espantosa, ¡eso sí!  Para colmo, seguramente por el nerviosismo que nos embargaba, nos dio a Enrique y a mí por hacer rabiar a Pepe que acabó por decir que no aguantaba más y que se iba a entregar a la policía, cosa que hizo, pues al cabo de un rato nos sobresaltaron unos gritos: ¡eran de Pepe y compañía! ¡Menudo registro nos hicieron!, ¡como en las películas de gánsteres!
  Después nos llevaron al restaurante del pueblo y nos preguntaron si queríamos comer. Os podéis imaginar el esfuerzo que tuve que hacer para decirle que ya lo habíamos hecho. Aceptamos un café, eso sí, mientras comprobaban que era cierto que estábamos esperando que nos enviaran dinero de España. 
  Finalmente, nos dejaron tranquilos y cuando menos lo esperábamos, la providencia nos hizo un regalo: se nos acercó un labrador que vivía cerca de nuestro “hotelito” para interesarse por nosotros. Acto seguido, se fue derecho a su casa y nos trajo una bolsa de comida tan llena que nos dio hasta miedo. ¿Era nuestro ángel de la guarda? No lo sé, pero lo cierto es que comimos tanto que tuvimos que estar más de una hora panza arriba para poder hacer la digestión.

Como el dinero seguía sin llegar, decidimos, esta vez los tres, tirar la toalla, o sea, ir hasta Berre a por nuestras maletas y volver a España. Durante el trayecto que hicimos en parte andando y en parte en autoestop, nos encontramos cerca de un pueblecito llamado Laragne, con dos o tres muchachos descargando unos trastos en el río y cantando a grito pelado (¡cómo se notaba que habían comido!).   Nos acercamos a pedirles ayuda y resultó que eran hijos de refugiados españoles que estaban trabajando de albañiles en un cortijo de un diputado de los Altos Alpes. Nos dieron comida, lecho y ¡nos buscaron trabajo en el pueblo, ¡increíble!                                                  
En el cortijo estuve cinco días cavando viñas hasta que empecé a trabajar en Laragne de chapista, en el taller del señor Trezzini en el que se forjaban aperos de labranza, herraduras, etc… Estas tareas no presentaban para mi dificultad alguna, gracias a mi formación como chapista-soldador en la Escuela de pilotos.
   En cuanto a mis amigos, Pepe, aunque tornero de profesión, se había criado en el campo y sabía hasta ordeñar vacas, así que lo emplearon en el mismo cortijo. Enrique, tuvo también mucha suerte y encontró un puesto de mecánico en un pueblo cercano, Sisteron.
Las cosas, finalmente, empezaron a enderezarse. ¡Habíamos conseguido un trabajo decente y se acabó el pasar hambre y frío! 


  







                                                                  




  










    








miércoles, 13 de abril de 2016

Capítulo IV


RELOJES DE CUCO, NAVAJAS Y CHOCOLATINAS
Entre una cosa y otra estuve trabajando casi dos años en el taller del señor Trezzini.
Aunque mi pueblo de acogida, Laragne, era muy pequeñito, estaba bastante ambientado, pues su restaurante era muy frecuentado por viajeros que iban de paso, especialmente hacia Ginebra.
Lo cierto es que nos integramos de maravilla: nos hicimos amigos de muchos jóvenes franceses, íbamos a las fiestas de los pueblos cercanos -gracias al coche que se compró Enrique para poder ir a su trabajo en Sisteron- tuvimos nuestros pequeños romances con alguna nativa, etc. Mientras todo esto sucedía, recibí carta de mi pecosita. En ella me decía que no estaba dispuesta a dejar su vida en Melilla para vivir conmigo en el extranjero. Era una carta de ruptura, pues. Así que en un arrebato de furia, quemé todas sus cartas, cosa que en aquella época estaba muy de moda, y me quedé tan a gusto.
Este acontecimiento tuvo dos consecuencias: la primera, que tuve un romance con la panadera del pueblo y la segunda, que me animé a buscarme la vida en Suiza. Al parecer allí las cosas eran más fáciles para los emigrantes; todos lo comentaban. Aunque en realidad, la que me alentó de veras fue la cuñada de mi jefe, que llevaba tiempo diciéndome que si me decidía a probar suerte en Ginebra, donde ella residía, me encontraba trabajo ese mismo día. Y, como podréis comprobar, así fue…

En mi nueva aventura me acompañaron otra vez mis amigos Enrique y Pepe, ¡pero qué distintas fueron las condiciones de este viaje con respecto al anterior!: fuimos en autobús, con dinero en el bolsillo y traje nuevo.
Lo primero que hice al llegar fue visitar a la instigadora de mi viaje, y como ya he referido, lo de encontrarme trabajo fue dicho y hecho: cogió un periódico y, para mi sorpresa, sobraban las ofertas. Y es que si Francia estaba a mil años luz de la España de la época, ¡no os cuento ya Suiza! ; verdaderamente, era otro mundo…
Finalmente, me decidí por la empresa Perrot Duval, que se dedicaba a la reparación de coches en general. En cuanto a mis amigos, Pepe decidió regresar al pueblo con sus vacas, mientras Enrique marchó hacia París donde tenía unos primos. Ahí fue donde le perdí la pista, ¡qué pena!


Después de deambular por diversas pensiones y hotelitos, la empresa me proporcionó un apartamento para compartir con otro chapista. Mi nueva vivienda estaba muy bien, pero era bastante pequeña, así que acordamos mi compañero y yo que el primero que se casase de los dos, se quedaba con ella.
Pasado un tiempo, mi compañero se emparejó y yo me tuve que marchar. Esta vez me alojé en una habitación que alquilaba el conserje de la Perrot Duval y su señora que, por cierto, a los pocos días se metió en mi cama una noche y le cogió gustillo, pues repitió todo lo que pudo. ¡Qué situación más embarazosa! Si se llega a enterar el marido, ¡nos mata, seguro! Me fui de allí corriendo y sin mirar atrás…
En Suiza cambié varias veces de taller y de residencia. Trabajé en la Fiat y en la Rolls Royce, pero aunque en ambas tuve un sueldo más elevado que en la Perrot Duval, no me gustó el ambiente de ninguna de las dos. Eran auténticas dictaduras y no del proletariado precisamente... Mejor me fue en Carrocerías Sport y en la Renault donde trabajé bastante tiempo.  
Mi vida laboral en Ginebra terminó en Carrocerías Martin, donde coincidí con el chapista que compartió conmigo apartamento. Allí estuve muy a gusto, sobre todo teniendo en cuenta que entonces ya dominaba el francés hablado y escrito y podía desenvolverme de maravilla con los clientes y los peritos. 

martes, 22 de marzo de 2016

Capítulo V

EL AMOR
En una de mis vacaciones de verano en Melilla, en el año 1964, me enamoré de la que se convertiría en la mujer de mi vida, Ana María, con la que sigo casado 51 años después.
Por aquel entonces, yo ya tenía mi cochecito, un precioso Renault Dauphine blanco, con el que hacía el trayecto de Ginebra a Málaga, donde nos embarcábamos mi coche y yo hasta Melilla. El viaje era una auténtica paliza y más aún con las carreteras de la época. Menos mal que siempre iba acompañado por otros amigos españoles, que también volvían por vacaciones a la madre patria, y nos turnábamos en la conducción.


Volviendo al amor, tengo que contar que la madre de mi mujer, Josefa Cañamero, era prima hermana de mi padre Diego Cañamero, oriundos ambos de Campillos, Málaga. No era raro pues, que yo conociera a mi prima Ana María antes de enamorarme de ella. Lo que ocurría es que al tener yo casi ocho años más que ella, para mí era una niña, ¡mi primita! Y es que cuando yo ya era novio de la pecosita, ¡mi prima se peinaba con trencitas!
Pero aquel verano todo cambió: Ana María tenía 20 años y era un auténtico bombón. Y sucedió que un día mi madre me dijo: ``¡Anda y vamos a visitar a la prima Josefa, que está malita y de paso le das un paseíto a su hija, que es un encanto y la pobre está todo el día trabajando porque su madre está siempre pachucha…!´´
¡Quién me iba a decir a mí que una visita de cortesía daría lugar a un auténtico flechazo! Tanto me gustó mi primita que no me conformé con darle el tradicional besito en la cara, sino que le zampé uno en todo el cuello y es que siempre ha sido mi debilidad esa parte de la anatomía femenina. Cierto es que fui muy atrevido, pero a ella eso pareció gustarle, pues desde ese día empezamos a salir juntos casi a diario: íbamos de paseo, a la playa…


Y sucedió que un día, cuando yo estaba terminando mis vacaciones, me llevé a mi novia a Frajana, un municipio marroquí fronterizo con Melilla. Allí fue donde, durante el paseo, le dejé claro a mi novia mis sentimientos, o sea le confesé que estaba loco por sus huesos.
Después llegó la hora del té, que en Marruecos se toma con menta y muy azucarado, y que tomamos sentados en una terracita. Cuando llegó el momento de irnos y de pagar, el camarero me dijo que no tenía cambio y que iba a ver si tenían en el puesto de melones que había enfrente del bar. ¡Cual fue nuestra sorpresa al observar desde la distancia que el vendedor de melones y el camarero se enfrascaban en una tremenda riña de la que este último salió herido! Cuando vino a devolvernos nuestro dinero, de su mano goteaba la sangre y, lógicamente, Ana María palideció de miedo.
Fue entonces cuando, aprovechando la intensidad del momento, le dije, muy serio pero con todo el cachondeo del mundo, lo siguiente: ``el año que viene, en mis próximas vacaciones de verano, vengo a casarme contigo. Y si me dices que no, cojo mi coche ahora mismo, me voy para Melilla y tú te quedas aquí y te las apañas como puedas´´. ¡Mira que puedo ser bruto!, pero de nuevo Ana María me sorprendió por su valentía, pues sin pensárselo dos veces, aceptó mi propuesta.
Así que estuvimos un año de novios por correspondencia, algo muy habitual en aquella época. Nos escribíamos como locos: un día sí y el otro también; ¡estábamos tan enamorados!








miércoles, 13 de enero de 2016

Capítulo VI

LA BODA.



Como conté en el capítulo anterior, fue en unas vacaciones de verano cuando le propuse matrimonio a mi prima y justo un año después, nos casamos sin hablar por teléfono o vernos una sóla vez. ¡Qué extraño parece esto hoy en día!. Pero así fueron las cosas, ¡una aventura!.

Así que en julio del año 1965, en mis vacaciones de verano, mi Dauphine blanco y yo desembarcamos de nuevo en Melilla, esta vez para el gran acontecimiento; ¡qué nervios!. 
Todavía me acuerdo de aquel caluroso 31 de julio, esperando a la novia en la puerta de la iglesia, sudando como un pollito encorbatado y no sólo por el calor....Pero todas las incomodidades se desvanecieron cuando apareció la novia: iba tan guapa vestida de blanco, ¡parecía una paloma! El convite se celebró en casa de mis suegros, con la familia y unos pocos amigos, nada que ver con las celebraciones actuales, al igual que el viaje de novios, que no pudo ser más modesto.




Consistió en regresar a Ginebra en mi coche, pero haciendo diversas paradas y visitas durante el trayecto. Nuestro primer alto en el camino tuvo lugar en Marbella, lugar de veraneo de mi familia de Madrid a la que fuimos a saludar. De allí nos fuimos a la tórrida Sevilla de turismo, y es que cuando eres joven y estás enamorado, poco importan 40 grados a la sombra... A continuación, nos fuimos a Madrid a la casa de mi tía María donde estuvimos tres o cuatro días visitando los lugares emblemáticos de la capital. Nuestra última parada en España fue en Zaragoza desde donde partimos hacia Francia. Allí, nos detuvimos unos días visitando a mis tios y primos de Lyon y después ,nos encaminamos, por fin, a nuestro destino final, Ginebra.
   Allí nos acogió un pisito muy pequeñito que nos proporcionó Carrocerías Sport. Tan minúscula era nuestra vivienda, que tuve que cambiar la cama de matrimonio que había comprado porque no entraba por la puerta de la habitación. Pero sólo imp0rtaba el tamaño de nuestro amor, si la casa no tenía lujos, nos daba igual.
En Ginebra estuvimos juntos cuatro años de gran felicidad, disfrutando del noviazgo que no pudimos tener, hasta que nació Diego, nuestro primer hijo, dieciocho meses después de la boda. Nos hubiera gustado esperar un poco más para ser padres, pero los métodos anticonceptivos en aquella época apenas se conocían. Aún así recibimos la llegada de nuestro primogénito con gran alegría e ilusión.
Tres años después del nacimiento de Diego, en 1969, tomamos la importante decisión de volver a España. Principalmente porque mi mujer echaba de menos a su padre y él la necesitaba mucho en esos momentos, pero también porque no quería quedarme en un país donde yo sería siempre un inmigrante, el extranjero.
Así que nos fuimos a vivir a Campillos, Málaga, donde residían mis suegros y donde, otra vez, tuve que empezar de cero, pues en el pueblecito que era entonces Campillos no había ni coches que arreglar. Pero esa ya es otra historia....