DE
MADRID A LA EMIGRACIÓN
Cuando
me licencié como Cabo con la especialidad de chapista soldador, me
fui directamente a Madrid donde viví casi un año. Me instalé en
una pensión en la que tenía que compartir habitación y me dediqué
a buscar trabajo en los periódicos. Después de varios intentos
fallidos, encontré colocación como chapista en un taller mecánico
llamado Hermanos Mateos. Aunque el trabajo no estaba mal, al tener
que pagarme el alojamiento - aunque entonces pagaba un poco menos que
en la pensión, pues un amigo me alquiló una habitación en la casa
de sus padres- no alcanzaba para gran cosa y además yo ya estaba
pensando en casarme con mi pecosita...En
este taller conocí a Enrique, mecánico de automóviles, y a Pepe,
tornero, que también soñaban con un futuro mejor, aun viviendo en
Madrid con sus familias.
Como
anécdota comentaré que en esta época se puso de moda la bebida
llamada cuba-libre, directamente
importada de la cuba castrista. Menudos pedos cogimos, ¡todavía me
acuerdo!
Una
noche, después de ver en el cine como Christopher Lee chupaba sangre
a diestro y siniestro, decidimos coger carretera y manta y emigrar
para Francia, sin pensar en las consecuencias y chapurreando el
francés del colegio; ¡bendita juventud!
Hoy
por hoy, soy consciente de que nuestro gran error al marchar fue
hacerlo con pasaporte de turista y sin permiso de trabajo, pues
aunque de nuestros respectivos oficios había muchísima demanda en
aquella época, sin los dichosos papeles no había nada que hacer.
El
día de nuestra partida fue el dos de mayo de 1960. Esa mañana
cogimos desde Madrid el tren rápido para Barcelona a donde llegamos
casi veinticinco horas después, así que imagínense la rapidez...
Sin haber pegado ojo, nos dimos una vuelta por el paseo marítimo y
cerca de allí vimos la famosa estatua de Colón adornada con
banderitas.
Desde
Barcelona volvimos a tomar un tren rumbo a Sète, Francia, cerca de
Montpellier, donde descansamos en un hotelito, pues no podíamos con
nuestra alma. Allí teníamos previsto entrevistarnos con el cónsul
que era cuñado de un amigo de Madrid. Pero no conseguimos ninguna
ayuda y así, bastante desanimados, decidimos partir hacia Marsella
después de bañarnos en la playa, donde nos hinchamos de comer
mejillones crudos. Como el presupuesto era
más que escaso, decidimos que Enrique y Pepe se desplazaran en tren
para Marsella y yo, que era el más lanzado, intentaría hacer
autoestop. Tuve que caminar veinte kilómetros hasta que alguien de
dignó a recogerme. Me dejaron en Montpellier desde tomé un tren
para Marsella, pues conseguí que me lo compraran unos españoles a
cambio de algo de comida.
Era
tal el cansancio, que me quedé profundamente dormido y me tuvieron
que despertar para que me aperara en mi destino.
En
la estación me estaban esperando mis amigos que habían conocido a
Juanillo, un español que trabajaba en el campo de Berre-I'Etan donde
decía que sería fácil para nosotros encontrar trabajo. Al final
sólo conseguimos tomar una sopa de fideos a cambio de sembrar unos
melones. Después de tres días de viaje, era la primera vez que
comíamos caliente, así que la sopa nos supo a gloria y además los
patronos eran muy buena gente e incluso nos dejaron dormir en su
pajar dónde pasamos muchísimo frío.
Al
día siguiente retomamos la búsqueda de empleo sin resultado alguno
al no tener tarjeta de trabajo. Nos fuimos a la playa y volvimos a
comer mejillones, ¡casi dos kilos por cabeza! Decidimos volver a
Marsella a pie, pero la patrona de Juanillo cuando se enteró nos
dijo que era una locura y nos convenció para desistir preparándonos
unos buenos platos de pasta. ¡No recuerdo haber comido más en mi
vida! y es que el hambre era mucha. Esa noche volvimos a dormir
en el pajar.
El
día después, otra vez lo mismo: buscar trabajo sin éxito, pasar
hambre y tener paja como lecho.
A
la mañana siguiente, el patrón se brindó a llevarnos en su coche a
casa de unos amigos que podrían emplearnos. Pero sucedió lo de
siempre, no
pudo ser sin la maldita carta de trabajo. De vuelta, y a cambio de
lavarle los dos coches, el patrón nos dio dos latas de anchoas, tres
litros de vino y permiso para comer las cebollas que quisiéramos.
Tengo que decir que el garaje estaba lleno de botellas de champagne y
que una de ellas “se perdió”: nos la bebimos Pepe y yo en la
orilla de un riachuelo donde por la mañana nos habíamos lavado la
ropa.
El
día nueve de
mayo, cuando ya llevábamos una semana de emigración, decidimos
partir por fin, esta vez para Dique, donde vivía el señor Picó,
que al parecer, nos podría ayudar. Nos fuimos cargados de pan duro
del que le daban a los cerdos y de cebollas, pero las maletas las
dejamos al cuidado de los patronos.
Para
ahorrarnos cuatrocientos francos anduvimos treinta kilómetros desde
Berre hasta Aix-en-Provence. Salimos a las seis de la mañana y
llegamos a las cuatro de la tarde. Hambrientos y reventados, sólo
comimos pan mojado en agua y cebollas. Después nos dirigimos a la
estación para comprar los billetes, aunque tuvimos que esperar tres
horas a que saliera el primer tren hacia Dique.
Cuando
llegamos estábamos en un estado tan lamentable, que un taxista se
apiadó de nosotros y nos llevó al centro gratis, donde descansamos
al lado de una fuente y después en un río cercano donde hicimos una
fogata.
Por
la mañana, después de asearnos, fuimos a ver al señor Picó que
era el objetivo de nuestro viaje. Desgraciadamente, a estas alturas,
ya no nos sorprendió que no admitiese a nadie sin los dichosos
papeles. No obstante, al explicarle nuestra situación, el buen
hombre nos obsequió con dos mil francos para que pudiéramos comer.
Descontando
lo anterior, ese fue otro día igual: sin parar de andar de un lado a
otro. A las seis de la tarde estábamos tan agotados que pensamos
pedirle ayuda al párroco de Dique, dándose la casualidad que le
preguntamos por él a un miembro de la policía secreta. ¡Menos mal
que teníamos el dinero que nos acababan de dar! Pues en Francia sin
papeles ni dinero en el bolsillo, tu situación era más que cruda.
Decidimos seguir el consejo del policía y buscar trabajo en el Norte
de Francia.
Esa
noche dormimos, otra vez, en un pajar que encontramos por el
camino. Al despertar, comimos un poco de pan duro y nos pusimos
a hacer autoestop. Tuvimos suerte y conseguimos ahorrarnos setenta y
cinco kilómetros, hasta llegar a Eyguians. Ya por la tarde, al
comprender que todo era un auténtico desastre, y que el hambre era
espantosa, decidí poner un cable a mi tío Juan, el “tío rico”
de Madrid, pidiéndole ayuda. Mientras tanto, decidimos quedarnos
allí hasta que llegase el dinero y buscar un “hotelito” que en
esta ocasión resultó ser de lo más económico: una cabaña
deshabitada, justo al lado de un riachuelo.
De
camino a nuestro hogar temporal pude comprobar lo cierto del refrán:
“la cara es el espejo del alma”, pues una señora al apreciar
nuestro penoso estado nos regaló tres huevos. Ante su generoso gesto
no pude sino hacerle la reverencia más sincera de mi vida.
Al
amanecer, ya circulaba por la cabaña la dichosa frasecita “tengo
hambre”. Como todavía quedaba un poco de dinero decidí comprar
además de pan, un par de anzuelos para intentar pescar algo en el
rio. Ese día no hubo suerte y lo que es peor: fui dos veces a
correos y ¡nada!
El
día después, otra vez lo mismo: ni pesca ni dinero y sólo teníamos
para comprar pan un día. Ante esta situación no me iba a quedar de
brazos cruzados, así que a la mañana siguiente decidí cambiar de
táctica para pescar y, basándome en la que usaban en la
película Hace
un millón de años,
sacamos punta a una buena vara para poder insertarla en los peces, al
estilo salvaje. Y…, por fin, la cosa resultó. Nos hicimos con un
pez de casi medio Kilo que nos comimos prácticamente crudo del
hambre que teníamos. Desgraciadamente, tuvimos que abandonar la
pesca, pues un señor que nos vio nos dijo que la veda estaba cerrada
y que si nos pillaba la policía, nos iba a costar caro.
Lo peor vino al día siguiente: ni pan, ni dinero, sólo un hambre espantosa, ¡eso sí! Para colmo, seguramente por el nerviosismo que nos embargaba, nos dio a Enrique y a mí por hacer rabiar a Pepe que acabó por decir que no aguantaba más y que se iba a entregar a la policía, cosa que hizo, pues al cabo de un rato nos sobresaltaron unos gritos: ¡eran de Pepe y compañía! ¡Menudo registro nos hicieron!, ¡como en las películas de gánsteres!
Después
nos llevaron al restaurante del pueblo y nos preguntaron si queríamos
comer. Os podéis imaginar el esfuerzo que tuve que hacer para
decirle que ya lo habíamos hecho. Aceptamos un café, eso sí,
mientras comprobaban que era cierto que estábamos esperando que nos
enviaran dinero de España.
Finalmente,
nos dejaron tranquilos y cuando menos lo esperábamos, la providencia
nos hizo un regalo: se nos acercó un labrador que vivía cerca de
nuestro “hotelito” para interesarse por nosotros. Acto seguido,
se fue derecho a su casa y nos trajo una bolsa de comida tan llena
que nos dio hasta miedo. ¿Era nuestro ángel de la guarda? No lo sé,
pero lo cierto es que comimos tanto que tuvimos que estar más de una
hora panza arriba para poder hacer la digestión.
Como
el dinero seguía sin llegar, decidimos, esta vez los tres, tirar la
toalla, o sea, ir hasta Berre a por nuestras maletas y volver a
España. Durante el trayecto que hicimos en parte andando y en parte
en autoestop, nos encontramos cerca de un pueblecito llamado Laragne,
con dos o tres muchachos descargando unos trastos en el río y
cantando a grito pelado (¡cómo se notaba que habían comido!). Nos acercamos a pedirles ayuda y resultó que eran hijos de
refugiados españoles que estaban trabajando de albañiles en un
cortijo de un diputado de los Altos Alpes. Nos dieron comida, lecho y
¡nos buscaron trabajo en el pueblo, ¡increíble!
En
el cortijo estuve cinco días cavando viñas hasta que empecé a
trabajar en Laragne de chapista, en el taller del señor Trezzini en
el que se forjaban aperos de labranza, herraduras, etc… Estas
tareas no presentaban para mi dificultad alguna, gracias a mi
formación como chapista-soldador en la Escuela de pilotos.
En
cuanto a mis amigos, Pepe, aunque tornero de profesión, se había
criado en el campo y sabía hasta ordeñar vacas, así que lo
emplearon en el mismo cortijo. Enrique, tuvo también mucha suerte y
encontró un puesto de mecánico en un pueblo cercano, Sisteron.
Las
cosas, finalmente, empezaron a enderezarse. ¡Habíamos conseguido un
trabajo decente y se acabó el pasar hambre y frío!
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