martes, 10 de mayo de 2016

Capítulo III

DE MADRID A LA EMIGRACIÓN
Cuando me licencié como Cabo con la especialidad de chapista soldador, me fui directamente a Madrid donde viví casi un año. Me instalé en una pensión en la que tenía que compartir habitación y me dediqué a buscar trabajo en los periódicos. Después de varios intentos fallidos, encontré colocación como chapista en un taller mecánico llamado Hermanos Mateos. Aunque el trabajo no estaba mal, al tener que pagarme el alojamiento - aunque entonces pagaba un poco menos que en la pensión, pues un amigo me alquiló una habitación en la casa de sus padres- no alcanzaba para gran cosa y además yo ya estaba pensando en casarme con mi pecosita...En este taller conocí a Enrique, mecánico de automóviles, y a Pepe, tornero, que también soñaban con un futuro mejor, aun viviendo en Madrid con sus familias.
  Como anécdota comentaré que en esta época se puso de moda la bebida llamada cuba-libre, directamente importada de la cuba castrista. Menudos pedos cogimos, ¡todavía me acuerdo!  


  Una noche, después de ver en el cine como Christopher Lee chupaba sangre a diestro y siniestro, decidimos coger carretera y manta y emigrar para Francia, sin pensar en las consecuencias y chapurreando el francés del colegio; ¡bendita juventud!

  Hoy por hoy, soy consciente de que nuestro gran error al marchar fue hacerlo con pasaporte de turista y sin permiso de trabajo, pues aunque de nuestros respectivos oficios había muchísima demanda en aquella época, sin los dichosos papeles no había nada que hacer.
  
  El día de nuestra partida fue el dos de mayo de 1960. Esa mañana cogimos desde Madrid el tren rápido para Barcelona a donde llegamos casi veinticinco horas después, así que imagínense la rapidez... Sin haber pegado ojo, nos dimos una vuelta por el paseo marítimo y cerca de allí vimos la famosa estatua de Colón adornada con banderitas. 
  Desde Barcelona volvimos a tomar un tren rumbo a Sète, Francia, cerca de Montpellier, donde descansamos en un hotelito, pues no podíamos con nuestra alma. Allí teníamos previsto entrevistarnos con el cónsul que era cuñado de un amigo de Madrid. Pero no conseguimos ninguna ayuda y así, bastante desanimados, decidimos partir hacia Marsella después de bañarnos en la playa, donde nos hinchamos de comer mejillones crudos.       Como el presupuesto era más que escaso, decidimos que Enrique y Pepe se desplazaran en tren para Marsella y yo, que era el más lanzado, intentaría hacer autoestop. Tuve que caminar veinte kilómetros hasta que alguien de dignó a recogerme. Me dejaron en Montpellier desde tomé un tren para Marsella, pues conseguí que me lo compraran unos españoles a cambio de algo de comida. 
  Era tal el cansancio, que me quedé profundamente dormido y me tuvieron que despertar para que me aperara en mi destino. 
  En la estación me estaban esperando mis amigos que habían conocido a Juanillo, un español que trabajaba en el campo de Berre-I'Etan donde decía que sería fácil para nosotros encontrar trabajo. Al final sólo conseguimos tomar una sopa de fideos a cambio de sembrar unos melones. Después de tres días de viaje, era la primera vez que comíamos caliente, así que la sopa nos supo a gloria y además los patronos eran muy buena gente e incluso nos dejaron dormir en su pajar dónde pasamos muchísimo frío. 
  Al día siguiente retomamos la búsqueda de empleo sin resultado alguno al no tener tarjeta de trabajo. Nos fuimos a la playa y volvimos a comer mejillones, ¡casi dos kilos por cabeza! Decidimos volver a Marsella a pie, pero la patrona de Juanillo cuando se enteró nos dijo que era una locura y nos convenció para desistir preparándonos unos buenos platos de pasta. ¡No recuerdo haber comido más en mi vida! y es que el hambre era mucha.  Esa noche volvimos a dormir en el pajar. 
  El día después, otra vez lo mismo: buscar trabajo sin éxito, pasar hambre y tener paja como lecho. 
  A la mañana siguiente, el patrón se brindó a llevarnos en su coche a casa de unos amigos que podrían emplearnos. Pero sucedió lo de siempre,  no pudo ser sin la maldita carta de trabajo. De vuelta, y a cambio de lavarle los dos coches, el patrón nos dio dos latas de anchoas, tres litros de vino y permiso para comer las cebollas que quisiéramos. Tengo que decir que el garaje estaba lleno de botellas de champagne y que una de ellas “se perdió”: nos la bebimos Pepe y yo en la orilla de un riachuelo donde por la mañana nos habíamos lavado la ropa.
  El día  nueve de mayo, cuando ya llevábamos una semana de emigración, decidimos partir por fin, esta vez para Dique, donde vivía el señor Picó, que al parecer, nos podría ayudar. Nos fuimos cargados de pan duro del que le daban a los cerdos y de cebollas, pero las maletas las dejamos al cuidado de los patronos. 
  Para ahorrarnos cuatrocientos francos anduvimos treinta kilómetros desde Berre hasta Aix-en-Provence. Salimos a las seis de la mañana y llegamos a las cuatro de la tarde. Hambrientos y reventados, sólo comimos pan mojado en agua y cebollas. Después nos dirigimos a la estación para comprar los billetes, aunque tuvimos que esperar tres horas a que saliera el primer tren hacia Dique. 
  Cuando llegamos estábamos en un estado tan lamentable, que un taxista se apiadó de nosotros y nos llevó al centro gratis, donde descansamos al lado de una fuente y después en un río cercano donde hicimos una fogata. 
  Por la mañana, después de asearnos, fuimos a ver al señor Picó que era el objetivo de nuestro viaje. Desgraciadamente, a estas alturas, ya no nos sorprendió que no admitiese a nadie sin los dichosos papeles. No obstante, al explicarle nuestra situación, el buen hombre nos obsequió con dos mil francos para que pudiéramos comer. 
  Descontando lo anterior, ese fue otro día igual: sin parar de andar de un lado a otro. A las seis de la tarde estábamos tan agotados que pensamos pedirle ayuda al párroco de Dique, dándose la casualidad que le preguntamos por él a un miembro de la policía secreta. ¡Menos mal que teníamos el dinero que nos acababan de dar! Pues en Francia sin papeles ni dinero en el bolsillo, tu situación era más que cruda. Decidimos seguir el consejo del policía y buscar trabajo en el Norte de Francia.



   Esa noche dormimos, otra vez, en un pajar que encontramos por el camino. Al despertar, comimos un poco de pan duro y nos pusimos a hacer autoestop. Tuvimos suerte y conseguimos ahorrarnos setenta y cinco kilómetros, hasta llegar a Eyguians. Ya por la tarde, al comprender que todo era un auténtico desastre, y que el hambre era espantosa, decidí poner un cable a mi tío Juan, el “tío rico” de Madrid, pidiéndole ayuda. Mientras tanto, decidimos quedarnos allí hasta que llegase el dinero y buscar un “hotelito” que en esta ocasión resultó ser de lo más económico: una cabaña deshabitada, justo al lado de un riachuelo.

De camino a nuestro hogar temporal pude comprobar lo cierto del refrán: “la cara es el espejo del alma”, pues una señora al apreciar nuestro penoso estado nos regaló tres huevos. Ante su generoso gesto no pude sino hacerle la reverencia más sincera de mi vida.
  Al amanecer, ya circulaba por la cabaña la dichosa frasecita “tengo hambre”. Como todavía quedaba un poco de dinero decidí comprar además de pan, un par de anzuelos para intentar pescar algo en el rio. Ese día no hubo suerte y lo que es peor: fui dos veces a correos y ¡nada!
   El día después, otra vez lo mismo: ni pesca ni dinero y sólo teníamos para comprar pan un día. Ante esta situación no me iba a quedar de brazos cruzados, así que a la mañana siguiente decidí cambiar de táctica para pescar y, basándome en la que usaban en la película Hace un millón de años, sacamos punta a una buena vara para poder insertarla en los peces, al estilo salvaje. Y…, por fin, la cosa resultó. Nos hicimos con un pez de casi medio Kilo que nos comimos prácticamente crudo del hambre que teníamos. Desgraciadamente, tuvimos que abandonar la pesca, pues un señor que nos vio nos dijo que la veda estaba cerrada y que si nos pillaba la policía, nos iba a costar caro.  

  Lo peor vino al día siguiente: ni pan, ni dinero, sólo un hambre espantosa, ¡eso sí!  Para colmo, seguramente por el nerviosismo que nos embargaba, nos dio a Enrique y a mí por hacer rabiar a Pepe que acabó por decir que no aguantaba más y que se iba a entregar a la policía, cosa que hizo, pues al cabo de un rato nos sobresaltaron unos gritos: ¡eran de Pepe y compañía! ¡Menudo registro nos hicieron!, ¡como en las películas de gánsteres!
  Después nos llevaron al restaurante del pueblo y nos preguntaron si queríamos comer. Os podéis imaginar el esfuerzo que tuve que hacer para decirle que ya lo habíamos hecho. Aceptamos un café, eso sí, mientras comprobaban que era cierto que estábamos esperando que nos enviaran dinero de España. 
  Finalmente, nos dejaron tranquilos y cuando menos lo esperábamos, la providencia nos hizo un regalo: se nos acercó un labrador que vivía cerca de nuestro “hotelito” para interesarse por nosotros. Acto seguido, se fue derecho a su casa y nos trajo una bolsa de comida tan llena que nos dio hasta miedo. ¿Era nuestro ángel de la guarda? No lo sé, pero lo cierto es que comimos tanto que tuvimos que estar más de una hora panza arriba para poder hacer la digestión.

Como el dinero seguía sin llegar, decidimos, esta vez los tres, tirar la toalla, o sea, ir hasta Berre a por nuestras maletas y volver a España. Durante el trayecto que hicimos en parte andando y en parte en autoestop, nos encontramos cerca de un pueblecito llamado Laragne, con dos o tres muchachos descargando unos trastos en el río y cantando a grito pelado (¡cómo se notaba que habían comido!).   Nos acercamos a pedirles ayuda y resultó que eran hijos de refugiados españoles que estaban trabajando de albañiles en un cortijo de un diputado de los Altos Alpes. Nos dieron comida, lecho y ¡nos buscaron trabajo en el pueblo, ¡increíble!                                                  
En el cortijo estuve cinco días cavando viñas hasta que empecé a trabajar en Laragne de chapista, en el taller del señor Trezzini en el que se forjaban aperos de labranza, herraduras, etc… Estas tareas no presentaban para mi dificultad alguna, gracias a mi formación como chapista-soldador en la Escuela de pilotos.
   En cuanto a mis amigos, Pepe, aunque tornero de profesión, se había criado en el campo y sabía hasta ordeñar vacas, así que lo emplearon en el mismo cortijo. Enrique, tuvo también mucha suerte y encontró un puesto de mecánico en un pueblo cercano, Sisteron.
Las cosas, finalmente, empezaron a enderezarse. ¡Habíamos conseguido un trabajo decente y se acabó el pasar hambre y frío! 


  







                                                                  




  










    








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