miércoles, 13 de abril de 2016

Capítulo IV


RELOJES DE CUCO, NAVAJAS Y CHOCOLATINAS
Entre una cosa y otra estuve trabajando casi dos años en el taller del señor Trezzini.
Aunque mi pueblo de acogida, Laragne, era muy pequeñito, estaba bastante ambientado, pues su restaurante era muy frecuentado por viajeros que iban de paso, especialmente hacia Ginebra.
Lo cierto es que nos integramos de maravilla: nos hicimos amigos de muchos jóvenes franceses, íbamos a las fiestas de los pueblos cercanos -gracias al coche que se compró Enrique para poder ir a su trabajo en Sisteron- tuvimos nuestros pequeños romances con alguna nativa, etc. Mientras todo esto sucedía, recibí carta de mi pecosita. En ella me decía que no estaba dispuesta a dejar su vida en Melilla para vivir conmigo en el extranjero. Era una carta de ruptura, pues. Así que en un arrebato de furia, quemé todas sus cartas, cosa que en aquella época estaba muy de moda, y me quedé tan a gusto.
Este acontecimiento tuvo dos consecuencias: la primera, que tuve un romance con la panadera del pueblo y la segunda, que me animé a buscarme la vida en Suiza. Al parecer allí las cosas eran más fáciles para los emigrantes; todos lo comentaban. Aunque en realidad, la que me alentó de veras fue la cuñada de mi jefe, que llevaba tiempo diciéndome que si me decidía a probar suerte en Ginebra, donde ella residía, me encontraba trabajo ese mismo día. Y, como podréis comprobar, así fue…

En mi nueva aventura me acompañaron otra vez mis amigos Enrique y Pepe, ¡pero qué distintas fueron las condiciones de este viaje con respecto al anterior!: fuimos en autobús, con dinero en el bolsillo y traje nuevo.
Lo primero que hice al llegar fue visitar a la instigadora de mi viaje, y como ya he referido, lo de encontrarme trabajo fue dicho y hecho: cogió un periódico y, para mi sorpresa, sobraban las ofertas. Y es que si Francia estaba a mil años luz de la España de la época, ¡no os cuento ya Suiza! ; verdaderamente, era otro mundo…
Finalmente, me decidí por la empresa Perrot Duval, que se dedicaba a la reparación de coches en general. En cuanto a mis amigos, Pepe decidió regresar al pueblo con sus vacas, mientras Enrique marchó hacia París donde tenía unos primos. Ahí fue donde le perdí la pista, ¡qué pena!


Después de deambular por diversas pensiones y hotelitos, la empresa me proporcionó un apartamento para compartir con otro chapista. Mi nueva vivienda estaba muy bien, pero era bastante pequeña, así que acordamos mi compañero y yo que el primero que se casase de los dos, se quedaba con ella.
Pasado un tiempo, mi compañero se emparejó y yo me tuve que marchar. Esta vez me alojé en una habitación que alquilaba el conserje de la Perrot Duval y su señora que, por cierto, a los pocos días se metió en mi cama una noche y le cogió gustillo, pues repitió todo lo que pudo. ¡Qué situación más embarazosa! Si se llega a enterar el marido, ¡nos mata, seguro! Me fui de allí corriendo y sin mirar atrás…
En Suiza cambié varias veces de taller y de residencia. Trabajé en la Fiat y en la Rolls Royce, pero aunque en ambas tuve un sueldo más elevado que en la Perrot Duval, no me gustó el ambiente de ninguna de las dos. Eran auténticas dictaduras y no del proletariado precisamente... Mejor me fue en Carrocerías Sport y en la Renault donde trabajé bastante tiempo.  
Mi vida laboral en Ginebra terminó en Carrocerías Martin, donde coincidí con el chapista que compartió conmigo apartamento. Allí estuve muy a gusto, sobre todo teniendo en cuenta que entonces ya dominaba el francés hablado y escrito y podía desenvolverme de maravilla con los clientes y los peritos. 

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