martes, 12 de julio de 2016

Capítulo I



APRENDIENDO A VOLAR

Dejadme recordar...
  La cosa empezó así: cuando tenía catorce años, después de terminar la escuela tenía que pasar al instituto si quería continuar estudiando. Como entonces esta formación no era gratuita y mi hermana estaba cursando el primer año de bachillerato, el presupuesto familiar quedaba agotado y, por tanto, tuve que abandonar mis estudios irremediablemente.

  Empecé a trabajar en la carpintería de mi tío Pepe Alba, un par de meses, sin sueldo,   aunque me daba un duro de vez en cuando. Luego estuve trabajando un año y medio, en una gestoría ocupándome de cobrar las facturas. Yo estaba muy contento porque tenía quince años y me proporcionaron una bicicleta para trabajar; ¡me sentía el rey del mundo sobre ruedas!
  Más tarde, en el garaje Escaño, me ofrecieron sustituir al aprendiz que se había partido un brazo. Allí me enseñaron el oficio de chapista que determinó mi futuro y que además, me gustó mucho, al ser un trabajo manual, asunto que siempre me ha atraído. No obstante, mi madre decía que con lo que ganaba, veinticinco pesetas a la semana, no tenía ni para lavarme el mono de currar.

  En el garaje Escaño, estuve aproximadamente un año y medio, hasta que mi padre en el diario El Telegrama del Rif leyó un anuncio solicitando chavales para la Escuela de Aprendices de Aviación.       Como la oferta nos pareció interesante con respecto a lo que me ofrecía mi ciudad, rellenamos la instancia.

  Así que con dieciséis años y una maletita tomé un barco hasta Málaga y luego un tren para Sevilla que era donde se hacía el examen de ingreso.
  Unos dos meses más tarde, me avisaron de que había aprobado y tenía que instalarme en Sevilla.  
  El día de mi partida, que fue de noche y en barco, vino mi familia a despedirme, salvo mi padre, que era operador del cine Monumental y estaba trabajando.  No obstante, antes de irme, me dio un gran consejo que nunca olvidé: "nunca le hagas la pelota a nadie". 
  Así que me embarqué siendo aún un niño, rumbo a una nueva vida lejos de mi familia, mientras pensaba, emulando una coplilla de Juanito Valderrama: “adiós Melilla querida".



  En el año 1953, con diecisiete años, ingresé en la Décima promoción de la Escuela de Aprendices de Aviación de Sevilla. Allí, tuve unos profesores deliciosos, extraordinarios.

  Mi especialidad era la de chapista de aviación. Teníamos clases teóricas y prácticas en el taller. Nos enseñaron a trabajar todo tipo de carrocerías de avión, siendo el aluminio el material que más usábamos.
De una chapa plana, éramos capaces de hacer a martillazos una botella sin cortes, ¡toda una proeza!

 
Con diecisiete años
Hacíamos vida de cuartel y nos vestíamos al estilo militar con boina incluida, a pesar de que no habíamos jurado bandera, cosa que hice después hasta tres veces y no por ser el más patriota, sino por la consabida juerga posterior.

   Cuando llegué, me apodaron inmediatamente "el moro", algo bastante previsible viniendo de Melilla. Allí tuve que presenciar tremendas novatadas: te cogían entre varios, te sacaban la picha y te la golpeaban a base de alpargatas…        Yo siempre hice amigos hasta en el infierno y me libré de esos malos tragos; pero muchos no pudieron soportar la situación y llorando, como niños que eran, regresaron al nido familiar.

  En Sevilla sólo estuvimos unos tres meses, de ahí pasamos a Logroño, más exactamente al cuartel de Agoncillo, un pueblecito cercano. Allí, un muchacho bastante mayor que yo estuvo acosándome durante más de un mes, pidiéndome el dinero que yo no tenía, comida, etc... El abuso al que me estaba sometiendo  se lo conté a algunos amigos  y entre todos acordamos darle a dicho sujeto una buena tunda. Yo peleaba al estilo “moro”, a base de cabezazos y llegué a dejarle inconsciente y rumbo a la enfermería. Esto me dejó muy mal sabor de boca y decidí no volver a emplear la violencia nunca más, pero también he de decir que jamás volvió a molestarme.

  En Agoncillo, con la energía de nuestros pocos años, yo tenía diecinueve, no eran raras las batallas nocturnas de almohadas y otras correrías similares. 
  Cuando esto sucedía, el teniente de la academia, al que llamábamos "el Richard Widmark de bolsillo", pues era igualito que el famoso actor americano pero en pequeñito, nos castigaba sacándonos al patio de madrugada.
A medio vestir y con el fresquito riojano, nos hacía ponernos "!en pie!, !firmes!,!en pie!, !firmes! ..."         Uno de mis compañeros estaba muy entrenado en simular desmayos. Entonces, tras el desfallecimiento de rigor, el teniente cabreadizo, nos mandaba de vuelta a dormir.

  Otro de los entretenimientos de moda era fumar. Como no nos llegaba el presupuesto compartíamos un cigarro de pésima calidad entre tres o cuatro. También ejercíamos de colilleros, o sea de recolectores de colillas que encontrábamos por ejemplo en la Torre de Mando, donde iban los militares de alto rango. Las lavábamos y ¡a chupar!



  En Agoncillo, coincidimos muchachos de distintos puntos de España. Los andaluces, que teníamos hambre atrasada, llevábamos tiempo observando que los de León se iban por las noches a robar manzanas con una maleta. En estas que nosotros, sin mayor problema, nos dedicábamos a robarles a los leoneses lo que a su vez ellos habían hurtado. Cuando se daban cuenta, los insultos y los improperios eran de órdago, pero nunca supieron quiénes habían sido.
  El asunto del pillaje no se quedaba ahí, también poníamos en práctica algo que ya habíamos hecho cuando estuvimos en Sevilla: cada aprendiz  teníamos asignada una taquilla metálica, con candado, donde los chicos de familias acomodadas guardaban, entre otras cosas, los paquetes de comida que les mandaban desde sus casas. Para unas ratas de taller como nosotros abrir una taquilla no tenía mayor secreto. Lo hacíamos así: dos o tres se quedaban vigilando, mientras otro arramplaba con su contenido. A veces había delicias como leche merengada, choricitos... Esto último éramos nosotros, pero no nos faltaba educación y a veces dejábamos una notita para nuestro proveedor dándole las gracias por su regalo.



  Con tres o cuatro compañeros de la Academia de Aprendices forjé una gran amistad, hasta tal punto que si uno de nosotros recibía un giro de la familia, lo repartíamos entre todos. Se llamaban José Braojos, granadino de cara muy dura, Carlos Díaz, el sevillano, José Jiménez “el Porta”, Juan Chincoa y Miguel Martín Martín, alías “el Polla”, que era un gañán de cuidado que propinaba a las muchachas unos piropos bestiales.
  Cuando podíamos salir de paseo porque había algo de dinero, nos íbamos al centro de Logroño, a un barecito que servían chiquitos de vino tinto, que también lo ofrecían en porrones de cristal.  
  Entonces mi amigo el sevillano se ponía a cantar flamenco la mar de bien y yo le acompañaba tocando palmas y aunque no tenía ni idea, aparentaba lo contrario. De hecho, un día nos cerraron el bar para continuar la fiesta de modo privado y con gitanos incluidos.
  Una de esas noches de juerga, descubrimos un nido de urracas y empezamos a barajar la posibilidad de comernos alguna. En esas estábamos cuando aparece una anciana campesina a la que pregunté si el pajarito en cuestión era comestible. Esta fue su respuesta: "¡niño, bicho que vuela a la cazuela!"  Así que en el cuartel, después de limpiarlos, con una pizca de aceite y fuego, nos comimos los pajaritos y nos gustó un poquito y todo.




  En Agoncillo estuvimos hasta terminar los cuatro semestres, después de los cuales, te destinaban a trabajar en talleres de fabricación de aviones. Esto último me tocó hacerlo en   Armilla, Granada, y también a Miguel Martín, “El Polla” y a José Braojos. Aquí la formación era de tres años: el primer año ejercías de soldado obrero, el segundo, de soldado de primera y por último pasabas a ser cabo para licenciarte de chapista soldador. .
  Como ya éramos  obreros, teníamos un sueldecito, aunque exiguo, así que de vez en cuando, nos íbamos de juerga. En aquella época, de puro aburrimiento, pues sólo trabajábamos por las mañanas y poco, el Polla y yo urdimos un plan de lo más peliculero, pedir destino para Santa Isabel en Guinea Ecuatorial, y una vez allí desertar para irnos a las minas de diamante de Sudáfrica. Menos mal que desde Gobernación nos escribieron diciéndonos que no estaba permitido que los soldados obreros pudiesen pedir destino. Y es que yo en aquellos años era básicamente un inconsciente, ¡no tenía miedo a nada!, y un optimista radical, ajeno al desánimo.



  Durante mi estancia en Granada, tuve la oportunidad de sacarme el carnet de conducir con José Braojos. Para ello, nos tuvimos que ir a Sevilla, donde nos teníamos que examinar con unos camiones rusos que parecían tanques y a los que había que hacerle un doble embrague para meterle la velocidad. A pesar de todo, conseguimos aprender a conducirlos de maravilla. Pero entonces alguien nos dijo: “como aprobéis el examen os van a mandar a una torre de vigilancia donde os podéis morir de asco; no vais a ver pasar ni una mosca”.
  El profesor de autoescuela, un sargento muy bruto, cuya frase favorita era “más educación, carajo”, cuando vio nuestra actitud de no querer aprobar, nos llamó sinvergüenzas y unas cuantas cosas más.



 En una de mis pequeñas vacaciones en Melilla, estábamos mi padre y yo mirando por la ventana de nuestra casa, cuando pasó por allí una muchacha lozana y pecosa que me gustó mucho.
La pecosita y yo


  Se lo hice saber a mi padre que me retó de este modo: " a esta flor no eres capaz de pescarla". Y vaya si se equivocó: nos hicimos novios de inmediato y nada más y nada menos que cuatro años duró nuestro amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario